Un café con pan, nosotros los invitados, teníamos el privilegio de tomar chocomilk o nesquick de fresa; a veces, no éramos tan afortunados y teníamos que conformarnos con milo y en el peor de los casos calcetose (incluso de fresa, guácala)...
Y luego llega la hora de reunirnos todos en torno al volks, ese en el que empezaría a manejar tres o cuatro años después, y luego entrábamos los cuatro primos en el asiento trasero, mochilas, loncheras, juguetes y muchas ilusiones...
Él abue, siempre nervioso, apuraba a la María, ésta con su carácter flemático era simplemente el reflejo de la mujer segura de sí misma, lejana pero siempre atenta, orgullosa pero más blanda que un flan; en el fondo ambos sabian que nada se caería, que nada pasaría si ellos llegaban cinco minutos tarde, finalmente eran los meros meros, pero ese espectáculo tan bien montado, me sirvió para jamás llegar tarde a ningún lado, la importancia de la puntualidad la tengo grabada a fuego en mi memoria, no hay nada más importante que el tiempo de los demás y sobre todo, cumplir con la propia responsabilidad.
Claro que María siempre llegaba antes que nadie a su trabajo y con ella los cuatro primos, en el camino que es recordado por sus enormes hoyos y falta de mantenimiento, hablábamos y hablábamos, las pláticas siempre eran en torno a todo y a nada, lo que se hizo, lo que se dejó de hacer y lo que se haría en ese momento y después.
El recuerdo de esas mañanas apuradas en el asiento trasero de ese vocho, llega a mi memoria con nostalgia, ¿En dónde quedó la ilusión por ser un pelotero profesional o la doctora de animales o el astronauta o la madre abnegada de cuatro, u otras más que escapan a esta cansada memoria?
Llegando a la escuela, cada quien se iba por su lado, los pequeños al mismo salón, los grandes al suyo propio; las clases eran fáciles, lo duro era superar lo que representábamos, no es fácil ser pariente cercano del mandamás de un lugar, mucho menos en la época en que sí se respetaba a la autoridad.
A la hora que sonaba la campana del recreo, nos reuníamos en la dirección que entonces nos parecía inmensa; flanqueada por su archivero y una mesita llena de triques estaba Mary, mi abuelita, nuestra abuelita compartida, la directora de la escuela; detrás de ella, colgado en la pared el teléfono beige, a un lado la Bandera y el retrato de Juárez y otras cosas más, pero lo que nos movía era que siempre frente a ella, en su escritorio, expectante, se encontraba una inmensa charola llena de picaditas, siempre rojas, siempre deliciosas, el olor de esa oficina es memorable, los maestros pidiéndome que me fuera a jugar y que no me entrometiera en asuntos de grandes, el sabor del jarochito de limón o de naranja, inolvidable.
Pero... lo interesante era la salida, casi siempre el que llegaba era mi abue en su volks, una vez más nos apretujábamos en el asiento trasero, sudados, cansados y hambrientos, pero felices de haber dado un paso más en el camino de esa felicidad que con tantas ansias se buscaba y que parecía que merecíamos.
Llegar a esa casa era genial, a pesar de que siempre había que comer sopa y guisado de algo que invariablemente tenía carne y verduras; pasado el trago amargo de alimentarse con lo mismo y el mismo sabor, hacer la tarea era edificante...
Pero era ese lapso comprendido entre que concluía la siesta el abuelo y en el que planchaba perfectamente sus pantalones grises, el que llenaba el día, la abuela nos mandaba a la calle a jugar y allá nos íbamos mi primo el pequeño y yo, él siempre se quedaba a jugar hasta que le llamaban a cenar y si podía después; yo intentaba batear una o dos pelotas, pero al primer ponche, siempre encontraba el pretexto perfecto para regresar a beber la sabiduría del abuelo.
Lo encontraba sentado ante la mesa, con su revista Siempre en la mano o su periódico Excelsior, pero también el Kalimán, Memín Pinguin, entre otras revistas no tan propias, no tan ortodoxas...
Le imitaba y cogía cualquier volumen de la enciclopedia, Roma, Madrid, Londres, Moscú, las grandes capitales europeas a mi alcance, siempre podía preguntarle lo que quisiera, el abuelo respondía todos los cuestionamientos y si ya más grande me sentaba en su despacho de la biblioteca y quería saber algo más, él contestaba, su saber siempre fue infinito, siempre estuvo fuera de mi alcance, jamás podré saber tanto como él, su poder de súperhéroe era conocer cada autor, cada poeta, cada político, cada persona, por pequeña que esta fuera, además su inteligencia le daba para saber qué artista se había casado con quién y los nombres propios de cada uno de los boxeadores de moda ya fuera mexicanos o extranjeros y por si esto no fuera suficiente, se sabía perfectamente nuestras cualidades y defectos, a todos nos tenía puesto un sobrenombre y cariñosamente nos llamaba así cuando quería nuestra compañia...
El fin de semana era para sacar a pasear al tío quien manejaba, ya sea por la sierra zongoliqueña, ya sea por los cañales en Cuichapa, o a Ixhuatlán del Café o el interminable camino a Paso del Macho o las cumbres hasta Tehuacán... esas aventuras servían para escuchar de viva voz los relatos de su vida en la Escuela Normal Rural (las largas caminatas a la orilla de la playa en Cazones), las siembras de la vainilla, los días de la Revolución, los tiempos de Don Lázaro, de las travesuras en la Normal con el Prof. Melgarejo, su gran amigo, el horno de mi bisabuelo, el fantasma de la señora que le sacó tremendo susto a Don Sózimo o el tipo que amarraron al árbol de chote por borracho, o las inundaciones de San Rafael o la vida en Potrero, las relaciones familiares con sus primos y tíos de Martínez de la Torre, el beisbol con el otro Lázaro y tantas y tantas más que vienen a mi memoria y que lamentablemente ocuparían otra entrada del blog.
Las últimas imágenes que tengo de él son vívidas, el momento en que logró fertilizar la única planta de vainilla sembrada en el Nuevo Córdoba, su cara de satisfacción, la paciencia que siempre le tuvo a su máquina de escribir mientras escribía la novela que jamás habré de leer y que nunca se publicará porque se perdió en el tiempo.
Faustino, eres y siempre serás el ejemplo de vida que habré de seguir, con tus virtudes que eclipsaron a tus defectos, con tus bromas que se convirtieron en anécdotas para mis nietos que hoy disfruto, con los chistes de los alemanes, con tus cigarros Raleigh, que luego evolucionaron a Benson, con tus nervios al preparar los concentrados de calificaciones, con tus guayaberas blancas y pantalones grises perfectamente planchados, con el amor que siempre le prodigaste a la chaparrita, a tus hijos, a nosotros tus nietos...
Dicen que un día mientras yo iba de regreso a trabajar, te quedaste completamente dormido y no despertaste, que dejaste tu cuerpo terrenal y tu vida tomó una nueva dirección en un plano que no comprendo y que tal vez no esté preparado para conocer, pero... considero que alguien se equivocó... no pudiste haber muerto...
Porque cuando veo el amanecer, cuando contemplo el Citlaltépetl, cuando tomo un volante, cuando leo una noticia, cuando escucho la radio o veo una película en el cine, cuando puedo comprender el mundo que me rodea, ahí estás tú, señalándome el camino a seguir, comprendiendo mis errores y aplaudiendo mis triunfos, todo lo que soy de hecho y por derecho lo debo a tu crianza, a todos estos minutos que te robé de tu descanso para preguntarte el por qué de las cosas, esos instantes en que a pesar de ser tan niño, traté de comprender por qué un Ángel tuvo que venir a la tierra a dejar ese amor entre nosotros, y por fin pude entender que los que aún te recordamos, los que te amaremos por siempre, podemos ser felices gracias a que nos enseñaste que nada es tan serio, como para no poder poner una sonrisa en los labios y que la vida hay que disfrutarla plenamente a cada instante y vivirla como tu la viviste, amando y respetando a todos y cada uno de los seres de este planeta...