Érase un misionero que andaba en el África.
Un día nublado se perdió en la espesa sabana y al llegar a un claro, un león se paró frente a él.
El animal se quedó mirando fíjamente a los ojos del misionero y sin ninguna duda avanzó, con toda la intención de devorarle.
El misionero a verse perdido, cayó de hinojos y cerrando los ojos rezó:
-¡Oh dios!, toda mi vida me he entregado a ti, he salvado a miles de almas perdidas en éstas tierras y creo que mi trabajo aún está inconcluso. A la escuela aún le faltan letrinas, al hospital varias camas más.
Los niños de la aldea aún no saben hacer pan y tu iglesia... tu iglesia es aún un montón de varas y palma.
Te pido, te ruego, te suplico, le des sentimientos cristianos a esta bestia, por favor Señor, es todo lo que te pido.
De pronto, de la nada, las nubes se abrieron y el león recibió una luz en medio de sus rabiosos ojos.
El ceño del felino cambió, su mirada pasó de ser desafiante a tierna y hasta podría decirse que su faz era de amable tranquilidad.
El león, dobló las patas traseras, puso las delanteras juntas y milagrosamente empezó a hablar con estas palabras:
-Bendícenos Señor,
bendice estos alimentos
que por tu bondad vamos a recibir,
bendice las manos que los prepararon
dale pan al que tiene hambre
y hambre de ti al que tiene pan.
Amén.
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